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La hora de los demócratas

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La mala democracia es aquella en la que somos ciudadanos una vez cada cuatro años y corderos el resto

Tras años de escuchar que en la Carta Magna no había parvedad de materia, ahora toca reforma en dos semanas

La Voz de Asturias. 30/08/2011  / Bernaldo Barrena García

Diana Walker hizo la foto en 1982. Junto a una lámpara de pie y montones de revistas, un hombre se sienta en el mar de parquet que le rodea. Tiene una taza en la mano y una ligera sonrisa en el rostro. Dos años después, este hombre estará en un escenario moviéndose al ritmo de What a Feeling , de Irene Cara. Steve Jobs presentará así su anuncio comercial titulado 1984. Ya saben lo que vino después.

 

Pocos genios se libran de la negra sombra que acompaña una mente brillante. Como dictator et magister populi , Jobs fue alabado por todos: nada mejor en una guerra -y el consumo lo es- que un áureo general. Sin embargo, los usuarios pagaron ese autoritarismo; a cambio de productos bellos y funcionales, perdieron -perdimos- parte de la libertad sobre el producto. La informática como Carta Otorgada.

 

Este tipo de paternalismo funciona bien a la hora de manejar una corporación, cuyo objetivo primo es ganar dinero y no la justicia social. Sin embargo, nuestros gobernantes se ven tan atenazados por el Saturno de los mercados que han decidido apuntarse al carro, cambiar piedra por infante y ofrecernos para que nos devoren por nuestro bien. Hace un par de semanas, Angela Merkel y Nicolas Sarkozy sugirieron a los gobiernos de la Unión que consignaran los ajustes de déficit en sus constituciones. En pie, Europa; habla la Cancillería.

 

Fieles a la llamada, en España los partidos mayoritarios decidieron incluir el límite de déficit en la Constitución por las bravas, aprovechando que el procedimiento no requería consultar al pueblo. Se inició así un proceso que, de no ser frenado, dañará nuestra democracia y conciencia política de tal forma que habrán de pasar años antes de la recuperación. Para que no me confundan ustedes con un agorero chiflado. Dedicaré las siguientes líneas a explicar por qué.

 

El peligro para nuestra calidad democrática no lo representan naciones extranjeras, sino la desconfianza de la clase política en sus propios ciudadanos al no permitirles decidir sobre su futuro económico. Pero, ¿acaso no votamos ya? ¿No existen, para ello, las elecciones? Es una verdad a medias, porque no decidimos directamente la política que llevará el país a cabo, sino aquellos que tendrán la legitimidad para hacerlo. El problema llega cuando los designados desobedecen a los designantes; en ese momento tenemos la peor versión de la democracia, en la que somos ciudadanos una vez cada cuatro años y corderos el resto.

 

Algo cambió con los indignados. Por primera vez tras décadas de charanga, pandereta y la madre que nos parió para no reconocernos, hombres y mujeres tomaron la plaza y el discurso político. Cuando Sol destruyó el espejismo del vago institucional, la reacción de los poderes públicos fue tan previsible como reveladora: una profunda incomodidad.

 

Ahora, impulsados de nuevo por el ansia de intervención en la política, los ciudadanos exigen votar la reforma que los partidos mayoritarios han pactado para aquella Constitución tan intocable. Unos y otros llevan años aleccionándonos, diciéndonos que en la Carta Magna no había parvedad de materia y ahora se monta una reforma en dos semanas, poco tiempo después de la Canción de Alemania.

 

No tengo demasiado claro si es necesario o no imponer un límite al déficit, pero estoy absolutamente convencido de que este asunto ha de ser debatido y votado.

 

Res publica ; los ciudadanos deben decidir. Al menos, así me lo enseñaron en mi etapa escolar, esa en la que nos elevaban la Constitución por encima de todas las cosas; una Constitución que se definía como de consenso, sólida. Aunque también nos martirizaron a dibujos, trabajos y excursiones sobre lo bueno que era pertenecer a la Unión Europea y tener moneda única. Por desgracia, la llegada de la crisis y los colmillos de los mercados nos dejaron bien claro el significado real de la Unión: doblar la cerviz y bailar ante la locomotora de Europa mientras ésta no ceja en su empeño de atropellarnos.

 

Si los que nos representan no dan voz al pueblo por temor a que salga una respuesta maleducada, no tenemos democracia, sino un Despotismo Ilustrado renovable cada cuatro años. Si los diputados no escuchan a sus representados, la brecha entre unos y otros será tal que la confianza quedará destruida y la economía -ese perro violento- quedará sin amo ni correa. Apelo a sus señorías, regresen a la política que mantuvo una dignidad ahora perdida. Solo el pueblo es capaz de convertir la hora más oscura en la hora de los demócratas.

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