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Amnistía fiscal

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La Voz de Asturias. 06/04/2012 00:00 / Por Mario Bango

Aun poniéndose en el mejor de los casos y dejando un margen de confianza al gobierno que intenta recaudar haciendo la vista gorda, la amnistía fiscal es una injusticia de grado superlativo. En especial para los trabajadores por cuenta ajena que ven como su parte de salario es descontada por adelantado y, sin embargo, asisten, mudos y desconcertados, a la evasión masiva entre determinados colectivos y, de modo muy notorio, entre el selecto grupo de ricos. Lo mismo que ocurrió con las dos amnistías anteriores aprobadas por gobiernos socialistas: un error que no consiguió el objetivo que se pretendía.

 

Y además es inoportuna porque España es uno de los países de la Unión Europea con peores registros de recaudación fiscal. Evadir los impuestos es relativamente fácil para algunos contribuyentes y, en determinados ambientes, está muy bien visto. Muchos conciudadanos alardean de su capacidad para evitar el control de la Hacienda pública. Cuánto más ingresos se tengan, más sencillas resultan las fórmulas que escapan al control de la Agencia Tributaria, con la inestimable ayuda de asesores especializados, como bien se ha visto en alguna tramas corruptas destapadas recientemente. Los paraísos fiscales son un recurso muy utilizado por quienes pueden hacerlo. Si un país al que le cuesta recaudar y disciplinar a sus ciudadanos cuando pasa apuros opta por convertir en legal lo ilegal, no da un buen ejemplo. Europa y los mercados no han celebrado la decisión.

 

Es innecesaria porque aparte de que no logrará rescatar el dinero negro que pretende –de modo principal porque a los grandes evasores no les beneficia ponerse al día entre otras cosas porque serán objeto de control en el futuro- desactiva la persecución de los defraudadores. Si ha funcionado el sistema de radares para reducir la velocidad en las carreteras, ¿por qué no puede hacerlo una inspección tributaria mejor dotada? Es arbitraria porque beneficia a los más próximos al poder y apuntala la tesis de los detractores naturales de los impuestos, esos liberales que están en el origen del despeñadero en el que se ha convertido la economía mundial, con su actitud laxa respecto a cualquier control financiero. Además ahonda las diferencias entre quienes más tienen y el resto.

 

Es peligrosa porque disuade a los buenos contribuyentes, que los hay. Aunque a nadie le guste pagar, cada vez más ciudadanos entienden la necesidad de un sistema impositivo eficiente que devuelva parte de lo recaudado en forma de servicios o de inversiones públicas.

 

Y además es irritante para miles de autónomos y pequeñas empresas. Hubiera sido más justo liberar de los brutales recargos –del diez, el veinte por ciento que desembocan en el embargo de bienes-, próximos a la usura, de la Agencia Tributaria a quienes no logran cobrar en tiempo y forma las facturas por los servicios prestados, entre otros, a las administraciones y las empresas públicas. La intolerancia del sistema con esa gente, emprendedora de verdad y que hace país, los conduce al cierre y a la desesperación en períodos como estos. Y ahora asisten estupefactos a una amnistía de defraudadores y evasores a gran escala.

 

Pero lo más grave es que, de momento, no ha servido de nada: la desconfianza con España persiste. Cada vez es mayor la sensación de que no seremos capaces de devolver en tiempo y forma nuestra deuda. Ni aunque arrimen el hombro los delincuentes de cuello blanco.

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