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El reajuste de la pensión de viudedad debilita la protección social de las mujeres

El reajuste de la pensión de viudedad debilita la protección social de las mujeres


Las fuentes gubernamentales insisten en recortar o eliminar la pensión contributiva de viudedad amparándose en tres tipos de realidades que son solo parciales.

nuevatribuna.es

El plan gubernamental de reforma del sistema de pensiones va a tener un impacto negativo en los derechos de pensión de viudedad y debilita la protección social de la mayoría de mujeres.



El sistema de pensiones tiene que partir de una realidad familiar plural y adaptarse a ella, sin debilitar la acción protectora cuando todavía persisten discriminaciones relevantes, y solo cambiar las características de esa prestación que no se adecúan a su objeto de cubrir unos riesgos reales.



En este análisis el punto de partida es que la pensión de viudedad es femenina: más del 90% son para mujeres. El documento gubernamental admite que el recorte no va a llegar a ser tan drástico como en otros países que tienden a suprimirla totalmente, con el pretexto de que la incorporación de las mujeres al empleo está generalizada y está obsoleto el criterio de salario (y pensión) familiar. No obstante, reconoce que apuesta por una reducción sustancial. Veamos los argumentos y alcance de esta propuesta, en una realidad cambiante y una acción protectora compleja que precisa clarificación y debate –desarrollados en el libro “La reforma del sistema de pensiones”-.



El documento gubernamental apunta a reducir los derechos de pensiones de viudedad, particularmente a las generaciones jóvenes, cuando el tiempo de convivencia ha sido corto -ahora se exigen cinco años- o no haya hijos, o bien a percibir solo cuando el fallecido tuviera derecho de pensión contributiva o recibiendo una pequeña indemnización (no una prestación vitalicia). Ahora bien, si la gran mayoría de pensiones de viudedad las reciben personas de más de 55 años, sin posibilidad de acceder al empleo u a otros recursos, no se puede limitar la protección pública a una indemnización sino, como en el resto de pensiones, establecer la garantía de protección indefinida para toda la vida.



Por tanto, aunque el documento utiliza una retórica “de género”, no contempla ninguna acción significativa de cambio de las condiciones que posibiliten una mejora de la pensión de las mujeres, centrándose en lo que se les pueda reducir a determinadas viudas. La ligera ventaja redistributiva de tener una mayor esperanza de vida o de tener derecho a prestaciones de viudedad no equilibran las consecuencias negativas derivadas de la desigualdad en el mercado de trabajo, el no reconocimiento de su trabajo doméstico y familiar o su participación mayoritaria en el trabajo sumergido. Además, y por todo ello, son las mujeres el colectivo mayoritario que habiendo cotizado hasta cerca de quince años –o más si sólo lo han hecho antes de los 50 años o han estado empleadas a tiempo parcial-, luego no han tenido derecho a la pensión contributiva con la paradoja de que sus aportaciones han servido para financiarlas. Además, sigue sin reconocerse el tiempo de trabajo doméstico y familiar por cuidado de personas dependientes (niños, enfermos, ancianos), a diferencia de otros países que computan hasta diez años a sumar al tiempo de empleo para el acceso a derechos contributivos, y que sería otra medida a adoptar.



Por otro lado, es fundamental el apoyo público a las mujeres jóvenes activas, a las familias jóvenes, favoreciendo la combinación de su desarrollo profesional y su actividad reproductiva, y aumentando las prestaciones y servicios públicos dirigidos a proteger la natalidad y el cuidado de la infancia. Pero esos nuevos recursos no deben extraerse ni ser pretexto para reducir las prestaciones a los pasivos y jubilados, ya que sus necesidades protectoras, dado el mayor envejecimiento, también se amplían.



Hay que adoptar una auténtica perspectiva de defensa de las mujeres, igualar sus condiciones laborales y de empleo, incrementar la tasa de ocupación femenina y mejorar sus pensiones, particularmente las más bajas que les afectan más. Sólo en esa medida, con plena igualdad y derechos sociolaborales individuales y el reconocimiento del trabajo doméstico y de cuidados personales, se irá superando el viejo criterio de salario familiar y pensión familiar, la dependencia de una pensión de viudedad sería menor y se podría revisar su función con la perspectiva de mejorar la protección social de las mujeres. Esa igualdad de género en las trayectorias laborales y profesionales, en el tiempo de empleo y el reparto del trabajo familiar, es la base para el acceso igualitario a los derechos sociales contributivos, en especial las pensiones.



A partir de ahí se podrían estudiar algunos cambios como la eliminación de la compatibilidad de la pensión contributiva de viudedad con otra pensión contributiva completa –jubilación-, en determinados supuestos y con la existencia de rentas medio-altas –salariales o de propiedad-. El criterio para abordarlo es la equidad: si la persona viuda no ha sufrido un impacto discriminatorio significativo, por razón de género o sus condiciones familiares, en su trayectoria laboral y profesional y, por tanto, tiene todas las garantías del sistema de protección pública o de su empleo y rentas propias regulares, no necesita una cobertura protectora adicional. El derecho del cónyuge fallecido se puede amortizar en esa medida y no se traslada al otro cónyuge, suficientemente autónomo y protegido. Pero la frontera se sitúa ahí: en que la persona viuda no se vea afectada, por el fallecimiento del cónyuge, a un descenso relevante de su nivel de vida y consumo con una situación más vulnerable y dependiente, que es el origen y fundamento de la acción protectora de la pensión de viudedad. En ese sentido, estamos ante algunos ajustes convenientes pero selectivos y con un enfoque igualitario y de solidaridad. En este campo lo fundamental todavía es el refuerzo del incremento de la incorporación femenina al empleo, con mayores bases de cotización e igualdad laboral y, por tanto, con la mejora de sus derechos sociales. Esa línea requiere, además, más gasto público social y no menos. La consecuencia es abordar esos cambios socio-demográficos –mayor participación femenina en el empleo, con rentas, protección y derechos contributivos propios- para valorar su dimensión real, aquilatar la transición y complementariedad entre protección individual y familiar y reforzar los criterios de equidad y solidaridad.



Sin embargo, las fuentes gubernamentales insisten en recortar o eliminar la pensión contributiva de viudedad amparándose en tres tipos de realidades que son solo parciales. Primero, la igualdad de género en el empleo y la familia, cosa que es muy relativa y con una tendencia incierta. Segundo, la autosuficiencia de rentas de una parte de mujeres; es verdad la existencia de mujeres con rentas medias-altas y altas que no necesitarían una pensión adicional de viudedad y sería razonable replantear, pero no por ello se puede utilizar de pretexto esa realidad para generalizar su eliminación a todas las trabajadoras, la gran mayoría con ingresos bajos o medio-bajos. Tercero, se señala la conveniencia de la completa individualización de la protección pública. Esa idea sería adecuada como aspiración en la medida que se produzca la igualdad en el empleo, las cotizaciones, el reparto del trabajo doméstico y familiar y su impacto en las carreras laborales de ambos sexos. Aplicarla ahora, sin contar con esa persistente realidad desigual, genera una situación más desprotegida a la mayoría de mujeres y, además, deja sin valorar la reciprocidad global entre los miembros de la unidad de convivencia.



El conjunto de las propuestas gubernamentales tiene el objetivo de reducir el gasto social, y este ámbito de las pensiones contributivas de viudedad, al presentar algunos aspectos inadecuados, es utilizado no solo para reformar razonablemente esos componentes inequitativos sino también para aplicar recortes más generales. Ante una realidad doble se incide en una parte, susceptible de cambio equitativo, para evitar la resistencia a la eliminación de la otra parte, necesitada, si cabe, de una acción protectora más efectiva. En realidad, se utiliza un lenguaje de apariencia progresista y el pretexto de algunos cambios razonables para adoptar medidas más generales de recortes regresivos y neutralizar las exigencias de mejora de la protección a la mayoría de personas viudas en situación vulnerable. Por el contrario, no se contempla ninguna media significativa de carácter igualitario para superar la discriminación de la mayoría de mujeres en el mercado de trabajo o en el reparto de las cargas familiares que inciden en su menor pensión media.



La institución familiar sigue siendo fundamental en la sociedad. Es una unidad básica –incluido en parejas de hecho y del mismo sexo- de convivencia, consumo y reproducción. La protección pública a la familia es de las menores de la UE-15: prestaciones por hijos, por natalidad, de conciliación entre empleo y desarrollo personal y familiar, apoyo y reconocimiento al trabajo familiar, de cuidados o doméstico, desarrollo de servicios públicos para reducir las cargas familiares, etc.-. Y esas tareas, más en España, tienen un rostro de mujer. Por otro lado, permanece la protección a los cónyuges con diversas prestaciones complementarias -contributivas y no contributivas-; es decir, múltiples prestaciones mantienen esa doble opción de ‘con’ y ‘sin cónyuge a cargo’ aunque, normalmente, es una protección adicional insuficiente y se debería mejorar.



Por tanto, se debe persistir en la igualdad en la familia, en las tareas reproductoras y de cuidado de las personas. Frente a la consolidación de la cultura ‘familista’, tradicional de los países latinos y que tiende a reforzar distintos aspectos conservadores, con la ampliación de las funciones asistenciales de la familia y el mantenimiento de la mujer en una posición subordinada, se debe priorizar otra dinámica progresista: reparto equitativo de las tareas familiares entre los componentes de la familia, socialización de esas tareas con mayores y mejores servicios públicos y privados, y mayor responsabilidad del Estado –desde la generalización de las escuelas infantiles hasta la de los servicios públicos para atender la dependencia-. Pero retirar los limitados apoyos protectores actuales a la mayoría de familias de las capas populares es promover mayor vulnerabilidad y pobreza en esas mujeres y hacer un flaco favor a su liberación.



Para conseguir la incorporación femenina al mismo tipo de empleo que los hombres y con similares condiciones laborales y salariales, se necesita modificar mecanismos económicos, productivos, institucionales, culturales y de protección social, incluyendo un reparto igualitario de las cargas domésticas y familiares. Además, habría que clarificar e incorporar al empleo regular muchas de las actividades intermedias o irregulares, hoy sumergidas o sin reconocer suficientemente, la mayoría ejercida por mujeres. Los avances en esos campos posibilitarían la libre elección individual, o la negociación equilibrada en la pareja, de la duración del tiempo del empleo –aportando cotizaciones sociales- y de la dedicación de una parte de la vida a otras actividades (formativas, de ocio, familiares, etc.) sin cotizar a los sistemas contributivos. Y bajo el criterio contributivo de la proporcionalidad de las prestaciones mensuales recibidas con las cotizaciones aportadas, la responsabilidad de una menor pensión recaería sobre la voluntad individual o las opciones libremente adoptadas al configurar cada cual sus trayectorias laborales y personales. Sin embargo, esa es hoy una realidad deseable pero más bien virtual y que sólo viven, parcialmente, un segmento minoritario de mujeres.



En esa circunstancia, con eliminación de factores discriminatorios para las mujeres y la existencia de segmentos de ellas con autosuficiencia e igualdad con respecto a los varones y en el ámbito familiar, se producen menores condicionantes por la necesidad y la desigualdad. Entonces, y en esa medida, sería justo aplicar el criterio individual de correspondencia respecto de lo aportado, utilizando en la protección pública el criterio de equidad o proporcionalidad con las aportaciones realizadas individualmente –como ahora en la pensión contributiva-. No obstante, como se sabe, ese criterio de proporcionalidad estricta tampoco es exclusivo en el sistema contributivo y también se combina con elementos correctores desde los criterios de solidaridad -si esa media no llega a los mínimos- o como garantía indefinida de seguridad hasta la muerte. Así, una persona (viuda) que vive muchos años recibe una prestación global mucho mayor que otra que se muere al día siguiente de su jubilación o el fallecimiento de su pareja, aunque ésta haya cotizado mucho más. Pero, especialmente en la actual situación de crisis del empleo, la simple penalización de retirar o reducir la pensión contributiva de viudedad en nada ayuda a las mujeres, inactivas, sumergidas o amas de casa, a una incorporación a un puesto de trabajo de calidad, en igualdad de condiciones. No es un incentivo o un estímulo para acceder a una situación mejor sino un castigo adicional acumulado a una dinámica, mayoritariamente, discriminada y una presión para buscar y aceptar empleos precarios (si los hay).



Estamos hablando de derechos contributivos, las garantías que en el seno de la familia se han reconocido a un miembro y que a su muerte prolongan una protección parcial al otro cónyuge (y a los huérfanos). En los derechos contributivos la referencia no es el ‘estado de necesidad’, o sea, la existencia o no de otras rentas que llegan a lo considerado un mínimo vital –como en las prestaciones no contributivas-, aunque también hay límites en los máximos. En las prestaciones contributivas, junto con una protección durante toda la vida, el importe mensual de la prestación es proporcional –además de otros factores correctores- respecto de las aportaciones realizadas.



En este periodo transitorio y prolongado de incorporación masiva al empleo femenino aunque sin llegar a la completa igualdad, sí se podrían tener en cuenta la relativa igualdad conseguida por algunos segmentos de mujeres, la situación de empleo y rentas de las personas receptoras de la pensión de viudedad así como el nivel de protección pública recibida para adecuar y regular la percepción de una pensión contributiva derivada de los derechos conyugales y el sistema de protección familiar. Por esa vía se podría contemplar la incompatibilidad de dos pensiones contributivas completas: la de jubilación –propia- y la de viudedad -del cónyuge-. En particular, no tendrían sentido la mayoría de las pensiones de viudedad recibidas por varones –introducidas en el año 1983 y que son una pequeña parte del total-, cuyas carreras laborales no han esado discriminadas por la pertenencia a su sexo o sus obligaciones familiares. Por otro lado, una forma de respetar los ‘derechos adquiridos’, usual en la normativa general y fiscal, sería la aplicación de este sistema de incompatibilidades de forma diferenciada a los nuevos matrimonios o parejas posteriores a la norma y a los anteriores a la misma.



Los niveles de las actuales prestaciones no contributivas son ínfimos y sería contraproducente eliminar el carácter contributivo de esas pensiones de viudedad cuyo limitado importe (52% de la base reguladora del cónyuge fallecido), muchas veces, todavía es superior al de la pensión no contributiva. Tampoco tiene una lógica solidaria el cambio de la pensión de viudedad contributiva por la no contributiva con el argumento de descargar al sistema contributivo de su financiación para pasársela al Estado -con cargo a los presupuestos generales-. El beneficio para la caja común contributiva no es pretexto para aceptar la minoración de la protección pública a personas vulnerables.



En definitiva, es conveniente abordar algunos aspectos no equitativos, derivados de una inercia que no corresponde a determinados cambios familiares y al avance en la igualdad de las mujeres. No obstante, aparte de algunos aspectos retóricos, la propuesta gubernamental conlleva reducir la protección pública a las mujeres, considerándolo un campo más propicio para recortar el gasto social en pensiones. Además, no incide en promover mecanismos para superar los múltiples aspectos de discriminación y desigualdad que padecen las mujeres en el mercado laboral, la economía sumergida y en el trabajo familiar y que tienen su reflejo en una situación de mayor vulnerabilidad respecto de la protección pública y el sistema público de pensiones. Políticas profundas y prolongadas en ese ámbito permitirán mejorar las pensiones de las mujeres, y no la amenaza o el castigo de dejarlas sin protección suficiente. La equidad debe ser el criterio principal para reforzar la acción protectora ante una situación de vulnerabilidad de la mayoría de viudas y reequilibrar la desigualdad laboral y familiar que padecen todavía la mayoría de mujeres. Y esa mejora debe ir acompañada del incremento de la suficiencia financiera del sistema.



Antonio Antón | Profesor de Sociología de la Universida dAutónoma de Madrid.

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