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La obesidad se dispara en España. En los colegios no habrá 'chuches'

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El Comercio. 04.04.11 -ISABEL F. BARBADILLO |

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Los niños de Oviedo y Orense adelgazan

Foto: La guardería. Lu juega como puede con otros niños.

Pura coincidencia. Las fotos del niño chino obeso Lu Zhihao dieron la vuelta al mundo el mismo día que la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados aprobaba la Ley de Alimentación y Nutrición, que prohíbe la venta de 'chuches' y productos de bollería en los centros escolares españoles. El pasado miércoles se hacía público el caso de Lu, que nada tiene que ver con los malos hábitos alimentarios, sino con un raro gen -descubierto en 1997 por científicos de la Universidad de Cambridge- que le impide controlar su extremada voracidad. Su caso es aislado, aunque lo padecen algunos niños más en el mundo, entre ellos dos primos paquistaníes. Y tiene remedio, al poder controlarse con la administración de una hormona.

Mucho más complicado resulta hallar soluciones que atajen el imparable ascenso de la obesidad infantil causado por la comida basura y la falta de ejercicio físico. La cifra escandaliza: más del 30% de los menores de 18 años padece obesidad mórbida y sobrepeso, según las encuestas que maneja la Agencia Española de Seguridad Alimentaria. A nutricionistas y endocrinos se les puso la carne de gallina cuando, la semana pasada, escucharon el dato de boca del presidente del organismo, Roberto Sabrido. «Es alarmante, no esperábamos una tasa tan alta», responde rotundo el director del Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos (Inyta) de la Universidad de Granada, Emilio Martínez de Victoria. Eso coloca a España como segundo país de la Unión Europea, por detrás de Malta, en número de niños obesos.

Las razones, por harto sabidas, no prescriben. Al contrario, más bien ruedan como una bola de nieve. El efecto global de los productos fabricados por las industrias agroalimentarias, desde una hamburguesa a una pizza y de un bollo preñado de chocolate a un 'snack' o gusanito, ha cambiado la forma de comer en el mundo. Los altos contenidos en grasas y carbohidratos se alían con el sedentarismo de la televisión, las consolas y las redes sociales. Los niños no se mueven.

Así, nos encontramos con que en un país como China, de gente menuda y delgadita (al menos ese es el cliché que guardamos en la retina), el índice de obesidad ha crecido del 14% al 27% en treinta años. Para Martínez de Victoria, también catedrático de Fisiología, la conclusión es clara: «Los chinos ya comen lo mismo que los norteamericanos o los europeos». Una consecuencia nefasta de la globalización. Las grasas y azúcares no conocen fronteras ni distinguen entre países industrializados o en vías de desarrollo, porque en los subdesarrollados, como se encargó de destacar el diputado socialista Alberto Fidalgo durante el debate de la ley, 1.000 millones de personas buscan cada día algo que llevarse a la boca, la misma legión de seres humanos que padecen sobrepeso. Otros 300 millones más superan ese grado y llegan al de obesidad.

La Organización Mundial de la Salud califica la situación de pandemia. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) asegura que más del 50% de la población de sus países miembros padece sobrepeso, y que uno de cada seis es obeso, y no se cansa de demandar a los gobiernos medidas para frenar una enfermedad que, de momento, no es contagiosa.

Las autoridades sanitarias españolas llevan más de una década intentando concienciar a la población de los riesgos que conlleva la obesidad: merma la calidad de vida de quien la padece, causa inmovilidad, problemas cardiovasculares, diabetes, reduce las expectativas de vida, provoca absentismo laboral y, algo nada baladí, un desembolso para las arcas públicas que representa el 7% del gasto sanitario total. El panorama se agrava cuando la obesidad aparece en la infancia. El Inyta ha detectado en niños obesos de 9 años intolerancia a la glucosa, ligera hipertensión y triglicéridos altos. Un síndrome metabólico que multiplica de forma exponencial el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares en la edad adulta. La situación es muy delicada, advierten los expertos consultados.

Ley insuficiente

La nueva Ley de Seguridad Alimentaria y Nutrición prohibirá vender en los colegios bollería industrial y bebidas con alto contenido en ácidos grasos saturados, grasas 'trans', sal y azúcares, aunque será la normativa que desarrolle la ley la que establezca los límites. Recomienda dietas equilibradas en los comedores escolares, que deberán desterrar los alimentos poco sanos. Los menús serán revisados por profesionales acreditados en nutrición y dietética y las familias recibirán información de la programación mensual de esos menús.

La ley ha puesto en bandeja la polémica. Si el PP reprocha al Gobierno su afán prohibicionista, los especialistas en nutrición entienden que, en la práctica, esa regulación no servirá de nada -como ya sucedió en Estados Unidos- si no se cuenta con la familia. «Si no se colabora con ella y no se la implica en el cambio de hábitos alimentarios y se busca su complicidad, toda legislación resultará inútil», asevera Xesús Manuel Suárez García, endocrino y profesor de dietética. No basta con confeccionar un menú saludable si, en cuanto salen de clase, los alumnos hacen parada obligatoria en el quiosco y luego en su casa abusan de los refrescos, los dulces y las pizzas. La culpa no es de los menores, sino de los padres y del modo de vida que se impone. La ocupación laboral deja poco tiempo para cocinar, se abusa de los alimentos precocinados, muy grasos y salados en general, y de las fritangas. Porque es más rápido y cómodo hacer un huevo frito o rebozar el pescado y la carne, que hacer un buen guiso con verduras o un plato de legumbres. Y si no hay tiempo ni de lo primero, para eso está el bocata de embutidos, paté o crema de cacao.

Fin de la buena dieta

«Nos estamos desviando de la dieta mediterránea. Y los que más se apartan son los colectivos de menor nivel educativo y cultural y los jóvenes», sentencia Martínez de Victoria, quien agrega que es en esos sectores de población donde la obesidad más se ceba. El director del Inyta no deja de sorprenderse de cómo ha evolucionado la tasa de obesidad infantil, del 4% en los años ochenta al 30% actual, y de las 'habilidades' de la industria agroalimentaria para captar clientes. «En los años sesenta, las hamburguesas de las grandes cadenas de comida rápida pesaban 125 gramos. Ahora 250. Los refrescos eran de 200 mililitros; ahora tienen 300», explica. Las raciones de la comida basura son tres veces más grandes de lo normal. Así que comemos más y peor. Y no se trata de no degustar una hamburguesa doble o una buena pizza, sino de ser prudentes y comer alimentos variados, lo que incluye carne, fruta y verduras. Una dieta poco saludable afecta a todos, dice el catedrático, «a la salud personal, global y al presupuesto del Estado». Porque es dinero público el que costea los medicamentos, las bajas laborales y los ingresos hospitalarios.

De Victoria cree que el asunto alcanza tal magnitud que en Primaria debería impartirse una asignatura sobre educación para la alimentación y la salud, propuesta que también apoya la Fundación Española para la Nutrición. Y da un consejo: «La mejor herencia que se puede dejar a los hijos no es el dinero, sino una buena perspectiva en salud y calidad de vida».

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