Los oscuros conversos

La Voz de Asturias. 07/03/2012 00:00 / Miguel BARRERO

El fenómeno es conocido, pero no por ello deja de resultar lamentable cada vez que se produce y nos vemos obligados a asistir en primera fila a la exhibición de una serie de actitudes que avergonzarían a cualquiera con un mínimo de amor propio, pero que sus propietarios muestran en público sin ningún pudor ni continencia. Me refiero a las sonrojantes demostraciones de adhesión a la nueva causa en las que incurren quienes -tras permanecer agazapados y bien provistos de todo cuando nadie les conocía, con sus necesidades a cubierto gracias a una connivencia que ellos nunca publicitaron, pero que tampoco se atrevieron a negar- se ven ocupando un puesto de relevancia, por pequeña o mínima que sea, y sienten la íntima necesidad de dotarse a sí mismos de la notoriedad que creen merecer por la vía de proclamar a los cuatro vientos su amor al nuevo líder y su desprecio para quienes durante años les menospreciaron relegándolos a un segundo plano que ni mucho menos se correspondía con sus méritos; los mismos que, curiosamente, les tuvieron bajo su manto protector e impidieron, gracias a esa colocación en labores subsidiarias, que trasluciera la mediocridad que inevitablemente aflora en cuanto los conversos hacen uso de la palabra desde su nueva condición de hombres fuertes del recién llegado régimen.

 

Podría dar nombres y apellidos, pero sería inútil: si algo caracteriza a estos individuos es su incapacidad para reconocer los muchos defectos que poseen, y entre los que destaca por encima de cualquier otro el de sacar los pies del tiesto a la menor ocasión; porque su otro gran punto débil radica, precisamente, en el escaso espíritu crítico con que juzgan sus propios pontificados. Lejos de avergonzarse o atenuar sus comparecencias públicas por aquello de no hacer el ridículo más de lo conveniente, seguirán repeinando sus flequillos, usando expresiones en francés para que todos veamos que son gente culta y viajada y trazando con su elocuente dialéctica la nítida línea que, según ellos, separa el Bien del Mal y dicta las únicas leyes válidas a este lado de un nuevo orden social que pretenden imponer basándose en la nada, en el vacío, en la incertidumbre de unas conciencias inertes y unos postulados que, más que asentarse en una teoría erigida sobre sólidos cimientos, naufraga irremediablemente en la blanda inconsistencia de las arenas movedizas.

 

Son gente osada, no lo niego, capaz de comprometer su pasado y su futuro para hacerse fuertes en un presente inane y efímero que, lo saben, constituirá la única aproximación a la gloria de la que podrán alardear el resto de sus vidas, importantes y temidos como se sienten ahora que se creen acreedores del respeto de la mayoría por el simple hecho de haber gozado de los favores de una inesperada casta dominante. La misma que, en su caída, les arrastrará a ellos a la miseria y el olvido. La misma en cuyo nombre se aprestan ahora a declarar unos principios que, en realidad, nunca tuvieron.